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Árbol envenenado

En pocos días sucedieron tres hechos poco habituales: un vecino encontró cuatro fardos de hachís de cinco quilos cada uno en un bosquecillo cerca de la playa; otro vecino avisó que había una furgoneta abandonada en una cuneta cerca del pueblo, y unas personas aparecieron corriendo despavoridas con diversas lesiones por todo el cuerpo, gritando que habían sido secuestradas. No hablo del Campo de Gibraltar sino de l’Hospitalet de l’Infant (Tarragona), y no hace más que cuatro años que pasaron los hechos.

A la Guardia Civil se le erizó el pelo y se puso a investigar. Tomaron declaración a los secuestrados, y a partir de ahí empezaron a pinchar teléfonos a diestro y siniestro. Claro que pidieron autorización judicial, eso no es ya un problema. Basta con decir que todo eso sucedió en poco tiempo y que está relacionado, para que se autorice la intervención de cualquier teléfono. A los pocos meses de grabar conversaciones apareció en escena mi cliente, hablando de forma sospechosa con una persona ya investigada. Decidieron intervenir su teléfono, a ver a dónde les llevaba. La investigación duró pocos meses más, y un buen día se practicaron todas las detenciones y los registros domiciliarios a la vez, lo que se llama “explotar la investigación”. En el domicilio de mi cliente encontraron hachís y cocaína en cantidades relevantes y seis mil euros en efectivo. Mal asunto. Pocos meses antes del juicio me hice cargo de su defensa. Empecé a estudiar los tomos detenidamente. Sabía que no lo teníamos fácil, pero quería ver si, aparte de la sustancia hallada en su casa, tenían prueba respecto de si se dedicaba o no al tráfico. Analicé el auto de entrada y registro, y lástima, no hubo suerte. No solo estaba bien fundamentado, sino que se recogían diversas conversaciones de mi cliente en las que hablaba abiertamente de actos de tráfico. Eran las típicas conversaciones que en vez de decir “cocaína” dicen “blanco” y en vez de decir “hachís” dicen “marrón”; vamos, un desastre. Seguí analizando la causa hasta que encontré algo muy interesante: el auto de intervención telefónica de mi cliente no estaba suficientemente fundamentado. Se hacía referencia a los tres sucesos relatados más arriba ocurridos en l’Hospitalet de l’Infant, y se decía que podía estar implicado por haber mantenido conversaciones relativas a tráfico de drogas con una persona, a la que llamaremos X, pero aparte de esto no se argumentaba cuál podía ser la relación de mi cliente con aquellos hechos.

Marqué el papel para estudiarlo a fondo. Seguí buceando en los tomos; quería ver si el auto de intervención del teléfono de X, con quien había hablado inicialmente mi cliente, estaba debidamente fundamentado. Y, ¡bingo!, no lo estaba; era muy parecido al de mi cliente. Acabé de repasar la causa y me reuní con el cliente. Le dije que nos la podíamos jugar, que había posibilidad de conseguir la nulidad de los autos de intervención telefónica, y que ello supondría la absolución por falta de prueba, ya que toda prueba derivada de una prueba ilícita se convierte en nula. Se llama “la doctrina de la fruta del árbol envenenado”, o más técnicamente, “teoría de la conexión de antijuridicidad”. En cualquier caso, si salía bien, se anulaban todas las pruebas, incluido lo encontrado en el domicilio de mi cliente, y no solo le absolvían, sino que además le devolvían los seis mil euros decomisados en la entrada y el registro. Era una decisión difícil, dado que le pedían seis años de prisión. El ministerio fiscal, antes de entrar a juicio, ofreció una rebaja de la pena si había reconocimiento de los hechos, un año y seis meses de cárcel, aplicándole unas dilaciones indebidas muy cualificadas. Era muy tentador, ya que con esta oferta evitaba el ingreso en prisión. Pero el Tribunal que nos había tocado era bueno. Fueron momentos tensos antes de tomar una decisión. El cliente fue valiente y optó por entrar a juicio. Como cuestión previa planteé la nulidad del auto de intervención de la otra persona y del auto de intervención del teléfono de mi cliente. Los miembros del Tribunal escucharon atentamente y tomaron notas. Al acabar mi exposición dieron turno de palabra al ministerio fiscal, que se opuso a la nulidad de esas pruebas. Los magistrados hablaron entre sí unos minutos, y el presidente de la sala anunció que habían decidido suspender la continuación del juicio y que nos citaban para el lunes de la semana siguiente. En esos días iban a estudiar la petición de la defensa y tomar una decisión previa a practicar toda la prueba. La semana pasó muy lentamente. Por fin, el lunes el Tribunal comunicó su decisión, y lo que oímos nos llenó de alegría: ¡declaraban nula la prueba! Días después el Tribunal dictó sentencia absolutoria y devolvió los seis mil cien euros a mi cliente. No todo está podrido en la judicatura española.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #255

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