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Memorias de Ibiza (IV)

Mi primogénito Daniel y yo llegamos a Valencia en un flamante R-12 al atardecer del 30 de diciembre de 1970, y cuando lo tuvimos metido en el transbordador aproveché para presentarle el mar, que no veía desde la primera infancia.

He estado varias entregas sugiriendo al lector aspectos rara vez mencionados, sin omitir tampoco algunos de los repetidos ad nauseam –como ir ligeros de ropa o pasados de pastillas–, y supongo que el caso estrictamente personal puede contribuir también a la ilustración, con datos directos e indirectos, sobre lo misterioso en última instancia del lugar, una sociedad apartada del circuito cultural y comercial hasta los años setenta. Su endogámica comparsa desconfiaba como pocas del foraster, sin perjuicio de necesitarle para salir de una miseria sobre todo física y espiritual, cuando llenar los montes de terrazas apenas daba para ir tirando en términos nutritivos.

Mi primogénito Daniel y yo llegamos a Valencia en un flamante R-12 al atardecer del 30 de diciembre de 1970, y cuando lo tuvimos metido en el transbordador aproveché para presentarle el mar, que no veía desde la primera infancia. Aquí tienes la inmensidad sin sombras, creo haberle dicho, mientras miraba desde cubierta la extensión oscura punteada por luces tenues y móviles, tan distintas del haz regular proyectado por dos faros. Con ocho años y medio, absorbía boquiabierto la novedad de dejar Madrid y el pijo colegio de Los Rosales por la aventura de reencontrar la naturaleza –¿qué querrían decir con eso los mayores?– en una isla perfecta para quienes buscaban una alternativa al asfalto y la aglomeración, todo ello tan difuso también como la trigonometría o el Tíbet, cuando lo único capital y tangible era ver dividida a la familia. Mientras él y su jefe iban hacia el sur, para establecer una cabeza de playa en otra vida cotidiana, su madre y su hermano menor palpaban las virtudes del norte en Múnich, planeando reunirse todos tras despejar las incertidumbres de la instalación en Ibiza.

Dormimos en un camarote con cuatro literas, acompañados por un marroquí y una fricona1  guapa y muy desenvuelta, primer indicio de que íbamos por el buen camino, y a primera hora de la mañana estábamos ya dando vueltas en busca de Can Neus, la casa payesa donde viviríamos, sobre la cual solo sabíamos que andaba por la salida hacia Santa Eulalia y tenía su llave bajo una piedra pintada de amarillo. No fue nada fácil encontrarla, y el cárter del coche estuvo a punto de sucumbir en los diversos caminos de tierra que acabaron desembocando allí. Aunque hacía frío, el sol de mediodía nos mostró una construcción humilde y encantadora, de una sola planta, con techos planos y ventanos pequeños –justo como esperaba–, que en vez de cisterna adosada tenía un pozo a treinta pasos de la puerta. Los conocidos de Madrid que la alquilaron –en realidad, amigos de amigos– estaban pasando unos días en Formentera, y nada más entrar comprobamos que no eran espíritus domésticos. El mobiliario de la sala se reducía a un bargueño bien bruñido, una mesa de cocina y otra baja situada frente a la chimenea, con algunas sillas diminutas de madera como las típicas de la isla, una alfombra raída de tono claro frente al hogar y tres o cuatro jergones rellenos alternativamente (unos de lana y otro de paja) levantados del suelo por palés y adecentados por cobertores de tela más o menos gruesa, con algunos almohadones de colores chillones en la parte alfombrada.

Esperando la llegada del progreso
Esperando la llegada del progreso

Levantando el paño que cubría la mesa baja apareció un tablón de formica con tres ladrillos apilados en cada ángulo a modo de patas, el mismo material usado para el conato de cocina que creaba una pequeña bombona azul de butano con hornillo, sostenida sobre dos tablas que sobresalían lo bastante a cada lado para sostener algunas sartenes y cazos. El vano creado por ellas ofrecía espacio para una olla de esmalte marrón, una paellera pequeña y cacharros adicionales, rematando esa esquina con dos anaqueles del invento que luego me serviría para mil cosas –entre ellas hacer estantes para libros–, pues paredes blandas y un par de clavos permiten sostener cualquier tabla con simple cordel envolviendo sus extremos. En una de las baldas había pimentón, sal, romero, tomillo y algunos botes de especias, confirmando que alguien estuvo allí no mucho tiempo atrás, y en otra más ancha había platos y un cajón con cubiertos.

Aparte de la sala, que en vez de cuadros o algo con moldura exhibía grandes pósteres sujetos con chinchetas, un mínimo pasillo daba a dos pequeñas habitaciones comparativamente más lujosas, una con cama de matrimonio y otra con dos camas individuales, todas provistas de somier y colchones de muelles, y ambas adornadas con mesillas de noche, armario y espejo. Algunos quinqués sujetos con clavos a las paredes recordaban la ausencia de electricidad, por si no bastasen a esos efectos montones de cera petrificados aquí y allá, aunque una primera inspección no deparó paquetes de velas ni petróleo para cargar los quinqués.

Lo recuerdo como la foto de primera comunión, porque nunca había visto por dentro una casa de campesinos pobres, ni tampoco una vivienda tan descuidada. Lo tentador era mandar el sitio al carajo, aunque habíamos dejado Madrid pasando por el escalón intermedio de algunos meses en una casita de campo en Ávila, donde aprendí algo de jardinería, otro tanto sobre lámparas no eléctricas y ante todo pasé a ser competente como ojeador de leña seca y leñador, todo ello pensando por supuesto en la robinsonada que emprenderíamos2 . Llevaba hacha y sierra en el coche, y le sugerí al chico que tomase nota de cuanto le pareciese oportuno comprar, comprobando detalles como sábanas, mantas, toallas y cualquier otra cosa encontrada por cajones y rincones, mientras me ponía a inspeccionar los alrededores.

 

Ibiza, 1960

–Podemos comprar todo lo que necesitemos, y dormir en un hotel si no logramos montar un buen campamento. Pero ¿qué tal abrirnos paso como pioneros?

–Lo que yo quiero es estar contigo, padre. Donde sea.

Comprobé que el agua del pozo olía bien, vi que faltaba cualquier cosa parecida a un retrete y me costó más de lo previsto encontrar leña seca, de manera que cuando logré reunir una carga colmada quedaban tres horas escasas de luz. Volamos 

por eso a hacer una compra grandiosa en la pequeña tienda del camino, donde nos hicimos con escobas duras y suaves, naftalina, detergentes, un limpiabiberones para los cristales de todos los quinqués y cinco de ellos nuevos, paquetes de distintas velas, dos juegos de sábanas, petróleo y, fundamentalmente, lo que el chico eligió en materia de comida y bebida. Nos aplicamos de vuelta a limpiar, reponer y organizar los elementos disponibles, urgidos por el condenado frío y la oscuridad que surgía al cerrar la puerta de doble hoja; pero el entusiasmo rinde frutos, y poco antes de oscurecer teníamos una cama apetitosa para los dos, con tres jergones reunidos cerca de la chimenea, por supuesto usando las sábanas nuevas para aislarnos de sus telas. La mesa baja abundaba en toda suerte de viandas, y yo había convertido la de cocina en mesa de trabajo, con la máquina de escribir, el papel, los calcos y el par de diccionarios flanqueados por cuatro quinqués relucientes. Renunciamos a los dormitorios, donde dos pequeñas estufas de galleta incandescente nos habrían sometido a un calor no solo insano sino falso, que en vez de templar un recinto abrasan el metro y medio situado delante, humedecen aún más el aire y acaban asfixiando por consumir su oxígeno. Con el crepúsculo avanzado cerramos la puerta, terminamos de encender los diez quinqués, quizá el triple de velas, y cuando todo quedó nimbado por una luz incomparablemente acogedora, la autocomplacencia empezó a hacer de las suyas y acerqué una cerilla a la chimenea, exclamando:

–¡Preparémonos para un yantar medieval, hijo, pronto nos quedaremos en camiseta!

Teníamos troncos de diámetro suficiente para diez o doce horas de fuego vivo, y había preparado el que nunca se apaga, con un núcleo de leña muy fina y ramas progresivamente gruesas, evitando que la cercanía ciegue corrientes. Y, en efecto, las primeras lenguas de fuego empezaron a serpentear desde la base, anunciando su fiesta de luz y calor; pero no tardó en llegar el humo y fue inútil abrir el ventano para que respirase, e incluso la puerta, porque aquella chimenea era de las mal paridas. Hacer una ensalada de tomate y huevos fritos con patatas se tornó absurdo en una casa llena de humo, donde el desconcierto creció con la irrupción de un aguacero que impuso cerrar la puerta, cuya ventolera acabó entrando por el ventano como un soplo capaz de apagar bastantes luces. No sé si me invento retrospectivamente que a ambos nos entraron ganas de usar el servicio. En todo caso, el par de horas siguiente tuvo algunos momentos como de repetición a cámara ultralenta, en los que entraré.

  • 1El femenino de fricón o freak, que puede traducirse por mutante. Aprovecho para recordar que dentro del movimiento hip hubo siempre una distinción entre el buenismo de orientalistas veganos, seguidores de gurús indios opuestos a “las drogas” –los hippies–, y el sector menos edificante de los freaks, que preferían alimentar a la tribu con substancias psicoactivas, insumisión y prácticas libertarias. Para estos segundos, la parafernalia de flores, campanitas, cánticos a Krisna y “espiritualismo trascendental” de los primeros era cuando menos una ñoñería de incautos, dispuestos a encontrar sabiduría insondable en tópicos como que “la felicidad es muy importante”, motto del archimillonario Maharishi Mahesh, con su permanente sonrisa y ramo de flores. Solía fotografiársele sentado o tumbado, al superar poco el metro y medio.
  • 2Quizá no sea ocioso recordar que había pedido excedencia en el ICO, donde estuve seis años dedicado al servicio de fusión y concentración de empresas, empleo bien remunerado pero no acorde con la sed de aventuras que compartía con mi esposa. Decidimos que la familia podría vivir de traducciones –yo dictando y ella mecanografiando cuando el libro consintiera ese ritmo, y sin perjuicio de que ella tuviera ingresos por otro lado–, básicamente en función de la libertad geográfica que traducir otorga.

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