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Pánico moral

La simiente del control social

A estas alturas del proceso de civilización, los líderes de opinión, de las mal llamadas sociedades avanzadas, trabajan para hacernos creer que las grandes decisiones políticas se toman en base a criterios técnicos y científicos. Estas se presentan con una pátina de infalibilidad porque se conceptualizan, sin ápice de duda, como las que más procuran por el bien común y las que más nos convienen como sociedad. Pero esto no es del todo así. En el presente artículo reflexiono sobre cómo los pánicos morales han orientado las políticas durante siglos.

El valor ideológico de las políticas actuales tiende a diluirse entre un magma de datos, evidencia científica y criterios técnicos que no admiten enmienda. Estos subterfugios permiten que los partidos de izquierda apliquen sin ruborizarse políticas propias de la derecha porque “los análisis técnicos así lo apuntan”. No es que los partidos hayan perdido carga ideológica, bueno, un poco sí que la han perdido, pero en ciertas políticas la ideología queda diluida y la moral parece inexistente. El debate para esclarecer las diferencias entre moral y ideología es profundo y controvertido. Para el caso que nos ocupa, entenderemos la moral como producto de la ética que establece una persona o colectivo para dilucidar qué es el bien, qué es el mal y qué es lo mejor que uno debe hacer. La ideología, en cambio, es el conjunto de ideas colectivas utilizadas para ordenar el complejo entramado social. No cabe duda de que la ideología está impregnada de moral, por eso es una falacia cuando nos quieren hacer creer, y más en el ámbito de las drogas, que las políticas están libres de ideología y sobre todo de moral. Si la moral, de corte puritana, es mala aliada para las políticas progresistas que nos deben permitir alcanzar mejores cuotas de derechos individuales y colectivos, los pánicos morales representan el acicate ideal para que los gobernadores de almas puedan coartar, o directamente eliminar, toda disidencia, alteridad y cualquier derecho que no comulgue con su moral.

Pánicos morales

El concepto de pánico moral fue propuesto por el sociólogo Stanley Cohen en el libro Folk devils and moral panics (1972). El profesor de la London School of Economics lo define como la reacción de rechazo hacia un fenómeno sociocultural, un colectivo de personas o un enemigo exterior que previamente ha sido definido y percibido como una amenaza a los valores, estilo de vida o statu quo hegemónico de una sociedad determinada. Los pánicos morales son inherentes a las sociedades humanas. A lo largo del siglo xx, los pánicos morales, más allá del ámbito de las drogas, han aparecido con suma recurrencia, como, por ejemplo, el macartismo, las purgas estalinistas, los linchamientos a homosexuales, etc. Pero los más recurrentes durante siglos los conocemos como pogromos. Estos son reacciones violentas contra colectivos minoritarios a los cuales se les atribuye todos los males que padece una sociedad. Los judíos, desde la baja edad media, han sido las víctimas recurrentes de los pánicos morales porque les atribuían, por ejemplo, el envenenamiento de las aguas para provocar la peste, el secuestro de jóvenes o las malas cosechas. También otros colectivos han sido víctimas de pogromos en diferentes territorios a lo largo de la historia, como, por ejemplo, los anarquistas rusos, las minorías étnicas, así como los gitanos. En el caso de España, como ejercicio de memoria, debemos recordar la Gran Redada contra los gitanos: por orden del borbón Fernando VI, el 30 de julio de 1749 (y días posteriores), fueron detenidos más de diez mil gitanos, a los cuales les expropiaron las propiedades. Los hombres fueron obligados a realizar trabajos forzados en los arsenales de la Marina. Las mujeres fueron encarceladas o convertidas en esclavas en fábricas de Málaga, Valencia y Zaragoza. Es normal, estimado lector, que nunca haya oído hablar de la Gran Redada. Lógico. No se explica en las clases de historia, pero si se anima a leer sobre el tema, verá que este pasaje de la España negra pone los pelos como escarpias. En definitiva, judíos, gitanos, anarquistas y minorías étnicas a los cuales les fue suspendido cualquier derecho de ciudadanía y puestos bajo el yugo del totalitarismo moral de los poderes hegemónicos.

 

Con el estado de alarma hemos visto cómo proliferaba la “Gestapo de los balcones”, cómo algunos policías actuaban como fuerzas totalitarias, cómo la delación a vecinos en pro de hacer acatar, a las buenas o a las malas, el confinamiento era demasiado recurrente

Si hablamos de pánicos morales es obligado recordar a la Inquisición. Esta fue el aparato represivo de orden institucional para aniquilar la disidencia moral en Europa desde el siglo xii, cuando fue fundada en Languedoc francés en 1184, hasta 1834, cuando fue abolida en España, aunque el Vaticano la suprimió en 1965. Más de siete siglos de represión moral y control social a la carta para las élites políticas y teológicas, que sirvió para atenazar desde a los cátaros en el siglo xii hasta a intelectuales disidentes, como Galileo Galilei. Este, en 1633, después de un proceso inquisitorial, salvó el pellejo al adjurar de su teoría copernicana, aunque pasó el resto de sus días bajo arresto domiciliario. Otro célebre proceso inquisitorial, inmortalizado por el padre de la microhistoria Carlo Ginzburg en el libro El queso y los gusanos (publicado en 1976, actualmente disponible en castellano en Península y en catalán en Publicaciones de la Universidad de Valencia), retrata la cosmogonía de Menocchio, un humilde molinero de una pequeña ciudad del norte de Italia. Sus ideas disidentes sobre el mundo y la creación le reportaron un juicio ante la Santa Inquisición. El molinero, con menos contactos que Galileo, corrió diferente suerte. Sin ánimo de hacer un espóiler, podemos deducir fácilmente cómo terminó.

La funesta Inquisición siempre será recordada por la caza de brujas que, a través de métodos inhumanos, obligaba a la persona acusada a reconocer los actos de brujería de los cuales era acusada, para posteriormente ser ajusticiada, en la mayoría de los casos, a través de la monstruosa práctica de ser quemada viva en la hoguera. La caza de brujas de la Inquisición tuvo su punto álgido en los siglos xvi y xvii gracias al pánico moral hacia todo aquello considerado herético y disidente a los preceptos de la Iglesia católica. Practicar, o ser sospecho de hacerlo, cultos animistas o paganos, emplear plantas visionarias, recurrir a prácticas de atención y cuidado disidentes a la medicina tradicional, eran motivo más que suficiente para que el Tribunal del Santo Oficio y sus inquisidores aplicasen correctivos mortales. La Inquisición no hubiese tenido el poder de acción que tuvo si no hubiese sido por los delatores, normalmente personas moralmente conmovidas y adictos a los preceptos católicos, que no dudaban en denunciar a sus vecinos ante la más mínima sospecha de brujería, o con la voluntad de ajustar cuentas. El celuloide ha inmortalizado la caza de brujas; por ejemplo, Las brujas de Zugarramurdi (2013), dirigida por Álex de la Iglesia, que retrata el proceso inquisitorial por brujería celebrado el 1610 en la localidad navarra de Zugarramurdi, o Akelarre, de 1984, a cargo de Pedro Olea, que presenta la caza de brujas acaecida en 1595 en el valle navarro de Araiz. Bien sabemos que la caza de brujas y la guerra contra las drogas mantienen unos paralelismos asombrosos.

Las drogas como pánico moral

La prohibición de las drogas, o más bien dicho, de algunas drogas, obedece a una reacción moral hacia la ebriedad y hacia todo aquello que atenta contra la moral puritana. En el caso español, el historiador de las drogas Juan Carlos Usó acredita, sin lugar a duda, que la prohibición de las drogas más célebres (cocaína, heroína y hachís) fue producto de un pánico moral orquestado por los medios de comunicación. Usó, en su último libro, Drogas, neutralidad y presión mediática, apunta que, antes de la primera ley restrictiva de 1918, hubo diferentes intentonas para agitar el avispero en contra de las drogas, especialmente la morfina y la heroína, como es el caso del periódico Germinal en 1915 en Barcelona, o el de la prensa local de San Sebastián a tenor de la muerte por sobredosis de un aristócrata en un cabaré. Pero no fue hasta 1917 cuando el diario republicano El Diluvio publicó una serie de artículos sensacionalistas que tuvieron un gran impacto entre la opinión pública, con el consecuente pánico moral. Poco después, ya en 1918, se aprobó la primera ley para controlar las drogas, pero cuya finalidad era tanto apaciguar las voces antidroga y demostrar que el gobierno había tomado cartas en el asunto, como poner bajo control a los consumidores de drogas. Control que se acentuó tras cada ley antidrogas aprobada, y que llega hasta nuestros días con una salud de hierro. La última ley que atenaza aún más a la persona consumidora de drogas es la “ley mordaza”. Queda acreditado que la prohibición se ha convertido en una caza de brujas. No ha conseguido sus objetivos, pero en el intento de alcanzar la erradicación de las drogas (sometidas a fiscalización) ha dejado una estela de dolor, marginación, exclusión social y persecución moral. Y, como no puede ser de otra manera, una pasmosa restricción de derechos y libertades.

En las últimas semanas hemos asistido a un nuevo pánico moral a tenor de la irrupción del coronavirus. Con la implementación del estado de alarma hemos visto como proliferaba la “Gestapo de los balcones”, como algunos policías actuaban como fuerzas totalitarias, como la delación a vecinos en pro de hacer acatar, a las buenas o a las malas, el confinamiento era demasiado recurrente. En definitiva, un pánico moral hacia las actitudes consideradas disidentes que hace florecer las posiciones más reaccionarias. Veremos cómo salimos de esta crisis y cómo quedan los derechos y las libertades. Pero me temo que nos aplicarán la doctrina de shock que explicó Naomi Klein, es decir, ante la conmoción colectiva por una crisis como la del coronavirus, los poderes implementarán políticas económicas y sociales muy duras para la mayoría de la ciudadanía. Políticas que nos empobrecerán y que nos recortarán libertades y derechos, pero como se van a justificar por el pánico moral existente, aunque camuflado de argumentos técnicos y científicos, las acataremos acríticamente. Me gustaría equivocarme, pero no tengo indicios que me hagan pensar lo contrario.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #269

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