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Para qué viajar

Parece razonable pensar que quienes no se embriagan jamás son imbéciles o hipócritas, hombres que desconocen tanto la humanidad como la naturaleza, artistas que rechazan los medios naturales del arte, y obreros que blasfeman de la mecánica.

Nos habíamos quedado en el París de 1845, cuando, tras la campaña de Napoleón en Egipto y su disparatado decreto contra el cannabis –según el cual se tomarían sus cañamones, y en preparados líquidos–, aquella prohibición intrigó al médico francés Jacques-Joseph Moreau de Tours, renovando el interés por una substancia que llevaba siglos en las boticas europeas sin acabar de llamar la atención, pues formar parte de remedios muy diversos no le había conseguido una clientela significativa, ni preparados de renombre. Lo decisivo de Moreau fue servirse del haschisch para investigar la normalidad y la anormalidad, dando un salto hacia lo fisiológico del espíritu, que desafió la escisión cartesiana del mundo en cosas extensas y cosas pensantes.

Dos décadas antes de aparecer Sobre el haschisch y la alienación mental, Thomas de Quincey y sus Confesiones de un opiófago inglés habían troquelado un género que ya no dejaría de tener cultivadores, sirviéndose de un fármaco psicoactivo u otro para profundizar en el “conócete a ti mismo”, la divisa del oráculo délfico. Pero Moreau fue el primero en correlacionar la épica del viaje hacia dentro con la creación de conocimiento objetivo, tanto de índole psicológica como antropológica. Esto segundo iba a confirmarlo casi de inmediato Ernst von Bibra con Los placeres narcóticos y el hombre (1855), un clásico que solo se traducirá al inglés en 1995 –bajo el ridículo título Plant Intoxicants–, donde aboga por “estudiar asiduamente un campo empírico tan prometedor y cargado de enigmas”.

Apartado de la luz pública por el prohibicionismo, Von Bibra perteneció a una familia alemana eminente desde el siglo xii, que conserva todavía una decena de los más visitados castillos alemanes, y no sobran dos palabras sobre su persona. Sin perjuicio de sobrevivir a cuarenta y nueve duelos, y a intrépidos viajes por los confines más remotos del orbe, su pasión por las ciencias naturales y la literatura le permitió publicar una obra insólita en extensión, variedad y originalidad, próxima a los doscientos volúmenes. Basta detenerse un instante en su firma, aprovechando la gentileza de Wikipedia, para constatar que a sus logros como químico, fisiólogo, demógrafo, geólogo, historiador y novelista añadió un trazo comparable al de Picasso y otros maestros de la pintura, no exento tampoco de una meticulosidad afín al dibujo técnico. Semanas antes de fallecer, en 1878, un visitante le describió como “un mortal feliz, cuyo autodominio se refleja en una serena expresión de contento”.

La ebriedad como "llave" la empleaban ya los administradores de Eleusis, aunque el secreto mistérico lo sumiese en púdica reserva, gracias a la cual pudo pasar desapercibido que el paganismo comulgaba repartiendo excursiones psíquicas, y los monoteísmos mediante actos de fe pura.

Según Jünger, fue Von Bibra quien le llevó a concluir: “La ebriedad se limita a descubrir, como si apartásemos una cortina, o como si ella forzase las puertas de criptas; es una llave entre otras”. En cualquier caso, a mediados del siglo xix se remonta la consolidación de dos cauces: uno estrictamente científico –fruto de combinar psicofarmacología con etnobotánica– y otro de naturaleza eminentemente artística, que amplía un género épico limitado hasta entonces a batallas externas. La psiconáutica iba a narrar batallas de puertas adentro, y la vertiente de Moreau y Von Bibra a descubrir que prácticas ascéticas como las de san Antonio inducen estados paralelos a una ingesta de drogas, donde no es infrecuente sentirse asaltado por íncubos lascivos.

El contexto para la obra de ambos es el progreso en la química de síntesis, que fue descubriendo en los alcaloides las fuentes activas del reino botánico, hasta revolucionar la producción, el almacenamiento y el traslado de cosas otrora expuestas a descomponerse, o a exigir embalajes muy costosos. Ambos conciben las drogas psicoactivas como medios para ampliar el control de sí, trasladando al estado de ánimo lo equivalente al dominio de un músico sobre su instrumento, o al de un escultor sobre la materia elegida, y lejos de escandalizarse, el estamento científico saludó dicha meta como obra de cultura. Comprobando que la botánica psicoactiva era todavía un campo conocido mejor por chamanes analfabetos que por muchos boticarios, Von Bibra no se abstuvo de atribuirlo a un milenio donde conjuros rezados y agua bendita prevalecieron sobre Hipócrates y Galeno, en evitación de lo que san Agustín llama, en sus Confesiones, “esa curiosidad malsana llamada ciencia”.

II

La ebriedad como “llave” –en los términos de Jünger– la empleaban ya antes de redactarse los poemas homéricos los administradores de Eleusis, aunque el secreto mistérico lo sumiese en púdica reserva, gracias a la cual pudo pasar desapercibido también que el paganismo comulgaba repartiendo excursiones psíquicas, y los monoteísmos mediante actos de fe pura. Fue la secularización paralela al desarrollo de la sociedad industrial lo que permitió unir campos tradicionalmente aislados, y es por eso del mayor interés precisar cómo el parisino Club des Haschischins fue la más libertaria de las iniciativas, y también el origen de afirmar que dicha substancia “es un paraíso artificial, comprado al precio de la salvación eterna”, como acabó escribiendo Baudelaire, un genio literario entregado al dandismo, algunos de cuyos mejores poemas permanecerán prohibidos por obscenidad y blasfemia hasta terminar la segunda guerra mundial.

Fundado entre otros por él, junto con Moreau, Delacroix, Gautier, Nerval y Dumas hijo, el club celebró sesiones psiconáuticas entre 1844 y 1849 usando como base el Hotel Pimodan (hoy Hotel Lauzun), próximo a uno de los fumaderos de opio promovidos por la expansión colonial en Indochina, que interesó mucho a sus miembros y apenas nada al público parisino. Como las boticas, esos locales –y el propio club– se mantuvieron medio vacíos, porque el grueso de la población concentró su esparcimiento en cafés y tabernas, entendiendo que las farmacias se reservaban a enfermos, los fumaderos a asiáticos y el gusto por drogas nuevas a excéntricos temerarios. Balzac y Hugo fueron los únicos literatos célebres del momento que declinaron la invitación a tomar el preparado de Moreau, ambos alegando “padecer de los nervios”, cuando Baudelaire acababa de publicar una crítica hiriente del abstemio en su artículo “Del vino y el haschisch” (1851):

Parece razonable pensar que quienes no se embriagan jamás son imbéciles o hipócritas, hombres que desconocen tanto la humanidad como la naturaleza, artistas que rechazan los medios naturales del arte, y obreros que blasfeman de la mecánica.

El ejemplo de fariseísmo y cobardía se lo ofreció un magistrado inflexible con bohemios y mujeres de vida alegre, que tras ingerir haschisch “se puso a bailar un obsceno cancán”. Una ironía objetiva determina que quien juzga al prójimo no se conoce a sí mismo, y olvida lo esencial ya aclarado por De Quincey; a saber, que el juicio final no es un evento telúrico sino el encuentro de cada alma con su lado oscuro. De hecho, Freud no tardará en descubrir esa zona como inconsciente.

Ilustración: haschisch
Ilustración: Martín Elfman

III

El llamado dawamesk ingerido por los miembros del club era un cocimiento de haschisch diluido en mantequilla, quizá miel también, “con una pequeña cantidad de opio”, según Moreau, que se tomaba en ayunas diluido en café muy cargado. En total, cuatro gramos para “discretos” y seis para “osados”, que aproximadamente una hora después comenzaba a desplegar su efecto. Bien pudo tratarse de costo sin los adulterantes ligados más tarde a la ilegalidad y su picaresca –hojas molidas de cáñamo, henna, aceite de palma, clara de huevo y hasta leche condensada, entre otros–, obtenido pasando por tamices muy finos (incluso un pañuelo de seda, como se dice del llamado 00). Me inclino a suponer que mantequilla y miel quizá rondaban un cuarto o tercio del peso, y el opio medio gramo o algo menos. En tal caso, los “osados” ingerirían aproximadamente cuatro gramos, una señora dosis que, combinada con el jugo de adormidera, duraría más de diez horas.

La primera descripción de viaje con dawamesk corresponde a Teófilo Gautier, en 1842, que en ciertos momentos no osa hablar, porque “podría estallar como una bomba, mientras más de quinientos relojes daban la hora con sus voces de cobre, plateadas y semejantes a una flauta”. Horas después, “la pasta mágica, completamente digerida, actuó con gran poder y me volví totalmente loco, […] mientras colecciones de sueños monstruosos gruñeron y rechinaron por la habitación”, sin perjuicio de que antes y después “nunca hubiesen llenado mi ser semejantes oleadas de bienestar”.

Una ironía objetiva determina que quien juzga al prójimo no se conoce a sí mismo, y olvida lo esencial ya aclarado por De Quincey; a saber, que el juicio final no es un evento telúrico sino el encuentro de cada alma con su lado oscuro. 

Su relato resulta ameno y exótico, abundante en atrezo arabesco, y muy distinto de la precisión quirúrgica que se impone Baudelaire desde la primera línea del suyo, recomendando medios y circunstancias favorables, porque “ocasiona una exasperación de la personalidad […] No consuela, como el vino, no hace más que desarrollar desmesuradamente el carácter”. Descomponiendo la experiencia en una fase inicial de “maravillosa comprensión para lo cómico”, y una segunda de acuidad perceptiva, la tercera empieza siendo “indescriptible” para convertirse a la postre en “dicha absoluta”.

Pero me he quedado sin espacio a efectos de precisarla, y espero que el lector se quede con ganas de saber cómo esa beatitud le acabó moviendo a declarar sacrílega la excursión de THC. Tras contextualizar los comienzos de la psiconáutica, las dos entregas siguientes precisarán el sentido de viajar que le dieron nuestros tatarabuelos, pasando de Baudelaire a Nietzsche, William James y Lewin, entre otros. El desafío de desnudarnos anímicamente ofrece, como veremos, tanto la amarga verdad para unos como el “trofeo de una victoria sobre nuestras miserias”, en palabras de Jünger, conquistando finalmente los reductos más irracionales del miedo.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #244

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