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El papel de los psiquedélicos en la crisis sanitaria de la COVID-19

El número de enero del 2006 de la revista Investigación y Ciencia traía, así, para empezar el año, un artículo titulado “Preparados para una pandemia”, cuya introducción preguntaba: “Una variedad de gripe altamente contagiosa y letal azotará la humanidad algún día. Sea esta amenaza inminente o remota, ¿estamos preparados para combatirla?”. Para resumir, el artículo explicaba cómo las epidemias de virus de la gripe mutantes aparecen con una cadencia generacional (las últimas habían sido en 1918, 1957 y 1968). Estas gripes no se parecen a la gripe común, ya que el virus ha mutado de tal forma que nuestro sistema inmunitario no está preparado para combatirlo y, además, es altamente contagioso a través del estornudo, la tos o el contacto. “Los epidemiólogos han advertido que la próxima pandemia afectará a una de cada tres personas del planeta, obligará a hospitalizar una fracción extensa y matará de decenas a centenares de millones. La infección no respetará ninguna nación, raza ni posición económica. No habrá modo de pararla. Los expertos no pueden predecir qué cepa del virus de la gripe causará la próxima pandemia ni cuándo estallará. Tan solo pueden advertir que habrá otra y que las circunstancias actuales parecen favorables”. 

Crónica de una pandemia anunciada 

Algunas de las evidencias para pensar de esta forma apocalíptica habían sido los casos de propagación de virus letales mutantes de la gripe aviar, que habían producido los años previos algunas muertes en algunos países asiáticos pero que, afortunadamente, habían sido controlados a tiempo. Estos casos no llegaron muy lejos, pero nos hicieron subir algún escalón en los niveles de alerta epidemiológica. A diferencia de lo que ocurría en el pasado con los brotes de virus de la gripe mutantes, que, aunque altamente letales, quedaban confinados en los territorios geográficos en los que se producían, en un mundo globalizado como es el actual, las probabilidades de pandemia son altísimas cada vez que el fenómeno se repite. El artículo de Investigación y Ciencia (IyC) terminaba con los avances en los tratamientos antivirales y en el desarrollo de vacunas que, aunque esperanzadores, necesariamente siempre irán un tiempo por detrás de la expansión de las infecciones, por lo que, mientras tanto, es de esperar la muerte de un número indeterminado de personas. Por ello, una buena preparación de los sistemas de alerta y de control en los mecanismos de prevención gubernamentales son clave para evitar la propagación mientras los tratamientos y vacunas se desarrollan una vez aparecido un primer contagio. Por ejemplo, el virus H5N1, que apareció en Indonesia en el 2005 y cuya expansión se pudo frenar a tiempo, tenía un cincuenta por ciento de letalidad. De no haberse actuado con celeridad, las consecuencias de su expansión podrían haber sido catastróficas en el nivel planetario. ¿Premonitorio? Sigan leyendo, por favor… 

Artículos del estilo siguieron apareciendo en la revista IyC con los años, como “¿Pueden prevenirse las epidemias?” y “Nueva gripe humana de origen porcino. ¿Cuándo de nuevo?” (julio del 2009), o “Prevenir la próxima pandemia”, julio del 2018. Y, sin ir más lejos, el 18 de octubre de 2019, el Johns Hopkins Center for Health Security (Estados Unidos) llevó a cabo una cuidada simulación de una epidemia tipo coronavirus, titulada nCoV-2019. El ejercicio de simulación se llamó Evento 201, y trataba precisamente de modelar computacionalmente qué ocurriría en un escenario de mutación de un virus de la gripe, tal y como venían vaticinando los expertos desde hacía años. Los coronavirus los conocen y estudian los expertos desde hace años, y saben que es uno de los candidatos probables a convertirse en protagonistas de una nueva epidemia vírica, de ahí su elección. Las conclusiones, tras la realización del ejercicio, aunque no ofrecían cifras concretas de contagios y muertes (aunque sí, de eventuales costes económicos), no dejaban dudas sobre sus consecuencias humanas: “La próxima pandemia grave no solo causará grandes enfermedades y pérdida de vidas, sino que también podría desencadenar importantes consecuencias económicas y sociales en cascada que podrían contribuir en gran medida al impacto y el sufrimiento global. El ejercicio de pandemia del Evento 201, realizado el 18 de octubre de 2019, demostró vívidamente algunas de estas brechas importantes en la preparación para pandemias, así como algunos de los elementos de las soluciones entre los sectores público y privado que se necesitarán para llenarlas”. 

Es escalofriante porque, apenas un mes después de este ejercicio de simulación computacional, concretamente el 17 de noviembre de 2019, se detecta el primer caso de contagio de la COVID-19 en Wuhan, China. Las predicciones de los científicos no acertaron en el cuándo, pero sí se acercaron bastante en el cómo y desde luego dieron de lleno en el sí. Ocurrió. Y sí, estamos siendo a la vez testigos y víctimas de ello. 

Las medidas para frenar una pandemia y sus consecuencias psicológicas 

Como las pandemias son periódicas, los expertos saben que es seguro que vendrá otra, aunque, de nuevo, no saben cuándo. Es posible incluso que haya nuevas oleadas de contagios de la actual. La alta letalidad (en España, más de 20.000 muertes en menos de tres meses) y tasa de contagio (más de 800.000 en ese mismo tiempo) de la COVID-19 tampoco ha pillado por sorpresa a los expertos. Por ello, la medida principal ensayada ha sido el confinamiento. Pero lo cierto es que la evidencia científica para considerar el confinamiento la medida más apropiada es débil. Alemania, en las mismas fechas, cuenta con una tasa de contagios de 30.000 y 130 muertos habiendo ensayado unas medidas más laxas. Las diferencias parecen estar en la centralidad de los estados: los centralistas fuertes como Italia, España o Francia con “medidas universales para todos” están sufriendo peores consecuencias que el federalismo alemán, donde las acciones son más locales. 

Los gobiernos deberían autorizar sustancias alucinógenas en prácticas clínicas para ayudar a revertir las secuelas de la crisis y como “vacuna” psicológica protectora en caso de nuevas pandemias. Esta vacuna psicológica permitiría a las personas estar mejor preparadas para afrontar la enfermedad y la muerte.

Sea como fuere, en sociedades donde el modelo de familia es mononuclear viviendo en espacios hacinados, con altos porcentajes, sobre todo en personas mayores, de soledad y aislamiento social, con tasas altísimas de violencia doméstica y de problemas varios de salud mental, el establecimiento de medidas universales de “confinamiento para todos” en el medio y largo plazo puede traer consecuencias peores que los problemas que se tratan de evitar con ella. 

El pasado 26 de febrero, en el inicio de la pandemia, se publicó un artículo en la revista médica The Lancet titulado “El impacto psicológico de la cuarentena y cómo reducirlo: revisión rápida de la evidencia”, que recogía toda la evidencia disponible en la literatura sobre el impacto psicológico de la cuarentena e incluía, con mayor o menor gravedad, síntomas de estrés postraumático, depresión, insomnio, estrés agudo y ansiedad, confusión e ira, entre otros. Algunos de estos síntomas se mantuvieron en el largo plazo, incluso hasta tres años después, y a veces se relacionaban con un mayor consumo de alcohol y dependencia a sustancias. El personal sanitario manifestó más frecuente e intensamente estos síntomas y, además, se encontró que sufrían mayor estigma que la población general. Los primeros estudios sobre las consecuencias de la crisis actual ya están mostrando resultados parecidos. Y ello sin contar las consecuencias de la gestión que se está realizando de la enfermedad y la muerte: los enfermos entran en los hospitales, permanecen solos durante todo el proceso de enfermedad y los que lamentablemente mueren lo hacen solos. Y los familiares, tras verlos desaparecer por las puertas de los hospitales, lo siguiente que reciben es una urna con las cenizas sin posibilidad de hacer velatorios ni despedidas. Las consecuencias psicológicas de una inadecuada gestión del duelo no son menos dramáticas. 

Ilustración: Psiquedélicos y covid19

Qué pueden aportar los psiquedélicos a esta crisis 

A cualquiera que haya perdido a un ser querido no hay que explicarle la desastrosa gestión de la muerte que hacemos en las sociedades contemporáneas. Hoy día se habla mucho de los aprendizajes que debemos sacar de la crisis de la COVID-19. En mi opinión, el más crucial debería ser el de reformular precisamente los sistemas de gestión de la muerte. Una educación en la (auto)gestión de la muerte debería comenzar en la escuela. Pero como no quiero ponerme utópico, me centraré en lo que sí es factible hacer ahora. 

Las drogas alucinógenas como la mescalina, la LSD y la psilocibina (el principio activo de los llamados “hongos alucinógenos”) fueron ampliamente utilizadas en los años cincuenta como coadyuvantes de la psicoterapia para tratar numerosas patologías, desde la dependencia alcohólica hasta diferentes clases de neurosis (como se llamaba antes a algunas formas de trastornos de ansiedad). Pero sus resultados más espectaculares fueron en el tratamiento del dolor en enfermos terminales, así como en la reducción de su angustia existencial, por su capacidad para disolver los límites de la identidad, donde el individuo se siente infinito en un momento eterno sin tiempo. Numerosas culturas del planeta utilizan plantas con propiedades alucinógenas en ritos de muerte y renacimiento, precisamente para preparar a sus individuos para la vida, aceptando su muerte. La psilocibina, el principio activo de las “setas mágicas”, ya se está utilizando en Estados Unidos para el tratamiento de la angustia existencial en enfermos terminales, y también la MDMA. Y en Suiza, la LSD en programas que se llaman de “uso compasivo”. La MDMA también se está utilizando para tratar el trastorno de estrés postraumático, una condición que los expertos predicen causará en muchas personas esta crisis. Mind Medicine Australia, una organización benéfica de científicos, ha hecho un llamamiento al gobierno australiano para que se permita utilizar MDMA y psilocibina para tratar los problemas de salud mental derivados de la pandemia. Un estudio reciente de nuestra institución, ICEERS, publicado en la revista Psychopharmacology, ha aportado las primeras evidencias sobre los beneficios de las ceremonias de ayahuasca en la resolución de los procesos de duelo. 

Y es que, cuando pase la crisis del coronavirus, va a haber una altísima necesidad de atención psicosocial a personas que han quedado psicológicamente afectadas por el confinamiento, porque hayan perdido a algún familiar y no hayan podido velarle ni despedirse de él en cuerpo presente, porque hayan estado ingresadas en estado grave o porque, siendo personal sanitario, hayan tenido que hacer su trabajo en las condiciones extremas en las que lo han estado realizando. En España (y en otros lugares del mundo), hay grupos que se reúnen para hacer ceremonias de ayahuasca. Haría bien la administración en ejercer algún tipo de regulación para que quien lo necesite pueda acudir a dichos grupos con la seguridad y la cualificación que se necesita. Nuestra propuesta, además de paliativa, es también preventiva: los gobiernos deberían empezar a autorizar a profesionales de la salud mental sustancias alucinógenas en sus prácticas clínicas no solo para ayudar a revertir las secuelas de la crisis sino como “vacuna” psicológica protectora en caso de nuevas pandemias. Esta vacuna psicológica permitiría a las personas estar mejor preparadas para afrontar la enfermedad, en caso de que les toque y, en el peor de los casos, la muerte. 
 

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #270

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