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Racionalizando la heroína, matizando al heroinomano

“Había descubierto la heroína, que lo sorprendió y lo sedujo. En el fondo, durante algún tiempo creyó en el paraíso en la Tierra. Ahora, aquella ilusión efímera le hacía encogerse de hombros. Sufrió su primer síncope una noche y se había desplomado en casa de unos amigos. No obstante, había continuado. Sin embargo, aún no había una perfecta regularidad en su hábito y podía soportar las interrupciones. Pero volvió a las andadas y, de repente, sintió todo su ser preso de una garra desconocida e inexorable. Regularidad obligatoria, cadencia continua, aumento de las dosis. Empezó a tener miedo, cosa que de repente le hizo ver la droga como un agente complementario independiente de su voluntad y que por todos los medios le hacía la vida imposible. Entonces fue cuando quiso desintoxicarse, según los ritos, entrando en un sanatorio. Allí se dio plena cuenta de su hundimiento. Volvía a esclavitudes primarias: colegio y cuartel. Tenía que reconocerse niño o morir. Y tras alcanzar el punto abstracto e ilusorio de la desintoxicación, se acabó de dar cuenta de lo que era la intoxicación. Aunque parecía estar físicamente separado de la droga, todos sus efectos seguían por dentro. Toda la vida que le dejaba la droga estaba ahora impregnada de droga y lo conducía hacia la droga. Todos sus ademanes se enlazaban con el de pincharse. La muerte lo había marcado, la droga era la muerte y no podía regresar de la muerte a la vida. No le quedaba más solución que hundirse en la muerte y, por lo tanto, volver a la droga. Tal es el sofisma que inspira la droga para justificar la recaída: estoy perdido, luego puedo volverme a drogar”

(El fuego fatuo, Pierre Drieu la Rochellle).

Perdidos lo estamos todos, pero no por ello acabamos todos sumidos en la perdición. El estereotipo del consumidor de heroína es el del yonqui, macilento y desdentado subhumano, aletargado despojo marginal que la sociedad rehúye como a un leproso. Un toxicómano que delinque para consumir, no aporta nada a la sociedad, constituye una carga para el Estado. Nunca nos planteamos la posibilidad de que inteligencia y sentido común ayuden a redimensionar la leyenda negra de la más demonizada de las sustancias narcóticas y, consecuentemente, de quienes la consumen. Identificada con una muerte segura, con la irrecuperabilidad de sus víctimas, no parece caber en mollera “normal” la posibilidad de que un individuo aparentemente “normal” pueda utilizar la heroína para mejorar su existencia, integrándola en un esquema “normal” de cosas.

En el pasado Cáñamo de mayo se exponía el caso del doctor Carl L. Hart, consumidor habitual de heroína, profesor de psicología y psiquiatría de la Universidad de Columbia, autor del libro Drug use for grown-ups (‘Consumo de drogas para adultos’). Pretende dicha obra corregir la negativa imagen pública de las drogas, abogando por la libre elección del individuo. Rechazar al drogadicto es un acto de racismo, afirma Hart, que se remonta a la estigmatización por parte de la población blanca estadounidense de los obreros chinos del ferrocarril que tras la guerra civil estadounidense consumían opio, estableciendo sus propios fumaderos a medida que progresaba el tendido ferroviario; por su culpa, afirmaban los detractores, ciudadanos blancos respetables arruinaban sus vidas y las de sus familias al adoptar ese vicio. Idéntico rasero se aplicaba a los braceros negros, cuya adicción a la cocaína había sido en principio potenciada por sus capataces para aumentar su rendimiento, creando la ecuación: negro + droga = crimen.

Con su libro, y sus investigaciones, no pretende Hart sino “presentar una imagen más realista del típico consumidor de drogas: un profesional responsable que emplea las drogas en su prosecución de la felicidad. También me gustaría recordar al público que ningún gobierno benevolente debería prohibir a adultos autónomos alterar su conciencia, siempre que no infrinjan los derechos de los demás”. Señalar al prójimo simplemente porque consume drogas es un error. Los aspectos negativos más comunmente asociados a drogas tabú como la metanfetamina o la heroína –especialmente, el de la adicción que anula al sujeto en el contexto social– “solo afectan al 10-30% de los usuarios; de hecho, muchos de esos afectados cuentan con vulnerabilidades personales preexistentes”.

Hemos querido adentrarnos un poco más allá en esta tesis, entrevistándonos para ello con dos ciudadanos respetables de nuestra comunidad que coexisten con la heroína, y no por ello van atracando farmacias o arruinándose la vida, sino más bien mejorándola, al menos en algunos aspectos.

Orden dentro del desorden

“Empezaría a probar la heroína a eso de los diecisiete o dieciocho años. En cuanto al porqué, la rebeldía y el saltarse las normas formaban parte de mi psique y savoir faire en el día a día. Lo que esperaba encontrar en ella: experimentar una alteración en mis sentidos versus esa realidad tan a menudo insulsa o poco atractiva que percibía y percibo aun a día de hoy”. Alberto, cuarenta y cinco años, publicista. Charlamos mientras nuestros pasos se encaminan hacia la farmacia del barrio, donde periódicamente canjea las hipodérmicas usadas por nuevas. Como muchos otros, supo del caballo a través de diversos agentes culturales generacionales. “Una de mis lecturas predilectas fue el libro de las drogas de Antonio Escohotado, al que dediqué una buena parte de mi juventud, descubriendo, indagando y experimentando, dado que para mí fue un catálogo que me abría la puerta a toda clase de productos que conseguí unos más fácilmente, otros no tanto, aunque también hubo otros que, desgraciadamente, no tuve la suerte o desgracia (según se mire) de poder encontrar”.

No sería sencillo pasar de la teoría a la praxis. Como todo aprendizaje, el del heroinómano no viene exento de sustos de muy diferente índole. “En un momento de mi vida estuve ingresado en un pabellón psiquiátrico. En esa etapa vivía en casa de mis padres y ocurrió tras un capítulo en el que por una serie de motivos decidimos precisaba de un ingreso con urgencia, más por mi familia que no por mi parte. Eso fue en verano, cuando las instituciones dedicadas exclusivamente a ingresos por toxicomanías, o bien estaban ocupadas, o bien permanecían de vacaciones, con lo cual se optó por un centro en el que básicamente los pacientes ingresaban por motivos psiquiátricos: esquizofrénicos, maniaco-depresivos, bipolares. Allí experimenté uno de los capítulos en los que recuerdo haber pasado miedo. Era una paciente con la que mantuve una cierta relación de amistad, una chica que una mañana más, dentro de la rutina a la que nos veíamos sometidos, tras el desayuno, ya no volví a ver hasta pasada la tarde, hora en la que por fin apareció en un estado completamente catatónico en silla de ruedas y en el que no podía mediar palabra. Después de haber pasado el día preguntando por ella tanto a enfermería como a compañeros del centro de los que tan solo recibía negativas y ninguna información al respecto, finalmente un celador me confirmó que le habían suministrado tratamiento de electrochoque. Tras este capítulo en el que sentí que ahí dentro podían hacer conmigo lo que quisieran, mi decisión fue huir y por lo menos tratar de conseguir algo de polvo para calmarme”.

Tras episodios no menos angustiosos, entre ellos una sobredosis, “de la que me desperté tirado en el suelo de un lavabo público porque la policía estaba dando portazos para que saliera de allí”, Alberto se planteó la desintoxicación. “Llevaba cinco años metiéndome, decidí que ya era hora de tomar las riendas y dejar de castigarme, ya que es cierto que pasa a transformarse en un modo de vida. Los dos principales motivos fueron el concepto de esclavitud y el no andar preocupando a familiares y amigos, ya que percibía perfectamente ese sufrimiento, lo cual no es nada agradable”. Veinte días ingresado en la sección de toxicomanías de un centro especializado fue el precio a pagar. “Los dos o tres primeros días, concretamente las noches, fueron bastante duras. Empezaba un tratamiento que era novedoso en ese entonces y dejé la metadona que venían administrándome. Mi percepción de la heroína después de la desintoxicación no cambió especialmente. Siempre me mantuve en la idea de que dentro del amplio elenco de estupefacientes, el primer lugar lo ocupa la heroína. Es una droga que considero totalmente terrenal, no altera la percepción sino más bien todo lo contrario, en mi caso incluso la aumenta. Y ayuda a sobrellevar la vida”.

Enormemente satisfactorio es como define Alberto su nuevo modo de vida tras dejar el caballo, principalmente por deshacerse de esa esclavitud que mencionaba. “Vuelves a recuperar una serie de valores que no percibes o no te das la licencia de comprobar cuando estás sometido a él”. En ese estado de rehabilitación permanecería cinco años, hasta que tras una ruptura sentimental “me topé de cara con el ofrecimiento de volver a probarlo. Aun teniendo la idea de que no volvería a tocarlo en la vida, no supe decir que no. Craso error, volví a probarlo, y es ahí donde aun sabiéndolo, pero no queriéndolo afrontar, me tomé la libertad –como he dicho– de aceptar el reto autoengañándome de nuevo. Lo siguiente ya es de sobras conocido”.

Una doble vida, la del consumidor habitual de heroína, difícil de compatibilizar con la rutina cotidiana establecida. “Mi método de consumo, siendo constante, siempre lo he administrado metódicamente, procurando no pasarme en las tomas, manteniendo un ‘orden’ dentro de lo que puede parecer un desorden. Pero reconozco que lo mío es dedicación pura y dura, ya que sin controlarlo tanto como quisiera, creo llevarlo con la suficiente responsabilidad como para no acabar de perderme y poder compatibilizarlo con las tareas del día a día, ya sea trabajando o manteniendo las amistades mínimamente dentro mi nivel de relación con el entorno. Eso sí, tengo que decir que el campo sentimental y la práctica del sexo desaparecen y quedan relegados no a un segundo plano sino más bien a la inexistencia. Esto me remite a esa gran canción de Gun Club donde en una sola frase lo resume claro y conciso: ‘She’s like heroin to me”.

Otra de las causas que han asentado la decisión de Alberto de mantener vínculos conyugales con la heroína ha sido una determinante. “Se está dando claramente un retorno del caballo en Barcelona. Todavía se sigue encontrando polvo de una gran calidad”. Redundante, preguntarle si sigue atrapado en el eterno dilema, no precisamente shakespeariano aunque lo parezca, del tomar o no tomar. Un terreno abonado para armarse de embustes. “Para quien esté metido en el ajo, no solo lo entenderá perfectamente sino que lo compartirá. El ‘mañana lo dejo’, la procastinación, el desarraigo, es una constante en este tema, siempre y cuando haya una parte en ti que esté deseando desintoxicarse. Aunque evito planteármelo, reconozco que (por salud mental) en el fondo es mi caso”.

Racionalizando la heroína, matizando al heroinomano

Pacificacion existencial

Al contrario que Alberto, Gabi, sesenta y ocho años, traductor jubilado, prefiere la administración nasal a la intravenosa. Si para el primero esta última “es la forma en la que mejor y más buen resultado ofrece, una vez lo pruebas por vena, las demás son desperdicio”, en su caso siempre tuvo claro que la aguja no era lo suyo. “Me metí en el tema a mediados de los setenta. En Barcelona ya corría caballo en el 73, y la gente empezaba a palmarla. A mí las agujas me daban y me dan aprensión, y gracias a ello, salvo en una ocasión, la heroína siempre la esnifé. Seguramente eso me salvó de contraer una hepatitis o algo peor, como le sucedió a muchos amigos y conocidos que, los que sobreviven, todavía lo están pagando. Como todo en esta vida, me empujó a probarla la curiosidad. Y me gustó. Durante varios años, hasta 1983 o así, para mí fue una droga de fin de semana, una más en mi dieta politoxicómana, no la principal. La dejé, no recuerdo por qué motivo, sin la menor dificultad, pero el resto de la década de los ochenta me lo pasé empapado en alcohol y cocaína”.

Incluso bajo esas circunstancias, en dicho periodo Gabi fundó una familia y una empresa. “Desde muy joven tuve presente que ni las drogas ni el alcohol ni la noche podían interferir en mis planes personales y profesionales. Por las noches podía transformarme en licántropo, pero a la mañana siguiente nunca faltaba a mis obligaciones, por cruel que fuera la resaca y/o el bajón. Y no era el único. Algún que otro camarada de juergas seguía el mismo patrón. Era una cuestión de responsabilidad, tenía que haber tiempo para todo. Si utilizas la cabeza y tu compulsividad no es muy acentuada, puedes conseguirlo sin problema. Nunca me drogaba ni bebía en horario diurno, excepto en circunstancias muy especiales y teniendo muy claro que me lo podía permitir”. Los años, puntuales amagos de paranoia y el cansancio hicieron recapacitar a Gabi, aminorando progresivamente el consumo. “Te vas haciendo mayor y lo que antes te divertía pasa a aburrirte, sino a asquearte. Ya lo decía Marmoteil, el exceso conduce a la insensibilidad. La vida, que es otra droga dura, pasa a tener cada vez menos sentido, todo se vuelve un enorme absurdo... Y en esas me vi atrapado en una depresión profunda a los cincuenta y nueve años, que me forzó a prejubilarme”.

Ni el Prozac ni los psiquiatras consiguieron paliar esa crisis existencial. “Devorado por la tristeza, iba hundiéndome cada vez más, perdiendo el interés por todo, parecía un molusco”. El milagro se obraba fortuitamente. “Un amigo, antiguo usuario, me contó que retomar la heroína había supuesto un alivio para sus migrañas crónicas. No me lo pensé. Le pedí que me consiguiera una papela y a raíz de eso volví a consumir heroína, esta vez con propósitos terapéuticos, como quien dice experimentalmente”. De eso hace ya casi cinco años, lustro durante el que Gabi ha adoptado la heroína entre sus hábitos cotidianos. “La heroína me ha ayudado a derrotar la depresión, a escapar del tedio y la soledad, a hacer de la vida una contigencia menos asfixiante. No parece muy cabal que alguien se enganche a los sesenta y cuatro años, pero el mío ha sido un enganche meditado y aceptado, cuyos resultados son positivos en un noventa por ciento”. Vive solo, dice Gabi, no tiene responsabilidades laborales ni familiares, se lo puede permitir. “El caballo no ha alterado sustancialmente mi vida, que por otra parte es más ordenada que nunca...: no trasnocho, duermo mis horas, cuido mínimamente mi alimentación, estudio, practico deporte varios días a la semana. En el peor de los casos, la ha alterado en el sentido de que la dependencia te da mucho que pensar, se convierte en una obsesión que reactiva el sentido de culpa”.

Habrá ocasional sentimiento de culpa, pero de arrepentimiento, ninguno. “Si te metes en el caballo es para disfrutarlo, de lo contrario, es masoquismo. Naturalmente, hay que tomar precauciones psicológicas, pero también posológicas. Claro está, soy muy metódico y riguroso con las dosis, intento mantenerme en un perfil de bajo consumo. Es la única sustancia que actualmente trajino, a excepción de hachís y cerveza. Comparado con los efectos subsidiarios del alcohol, que en mi opinión es la peor droga, el jaco, si lo sabes controlar mínimamente, resulta una panacea”.

Practicante de un uso responsable, como él mismo lo define, Gabi insiste en que no hay que perderle el respeto al caballo. “Es como todo. El exceso, el puto exceso. La prudencia, el menos es más, resulta una filosofía imprescindible para que el jaco no se te suba a la chepa. Hay que tener muy claro para qué lo utilizas y cómo. En mi caso, o bien para relajarme y disfrutar del dolce far niente o bien para activarme y dotar a mis apetitos de mayor profundidad. La lectura, la escritura, escuchar música, ver películas, todo adquiere un plus con el caballo, que me permite aprovecharlo mucho más. Y, como ya he dicho, me hace más llevadera la existencia en general; tan hostil, opera como un pacificador existencial. Cada varias semanas me impongo un parón, para darle un descanso al organismo, y en esos breves periodos en los que no consumo asoma de nuevo el rostro más horrible de la realidad... Las horas se hacen interminables, las personas insoportables, el mundo infumable”.

Hasta ahora no se ha planteado abandonar el hábito. “A mi edad ya no tengo nada que perder, y sí algo que ganar. Si no tengo mal entendido, Burroughs y Alisteir Crowley consumieron heroína hasta el final de sus días. Es una posibilidad que me he planteado, aunque mis hijos no están muy de acuerdo con ello. Pero, como les digo, yo no me entrometo en las drogas que ellos toman. Temen que me convierta en un yonqui y les cuesta aceptar que mi normalidad pase por emplear heroína como quien se administra ansiolíticos o insulina. Para mí es como una medicina más, y les digo que mientras cuando vengan a casa lo encuentren todo en orden, mientras siga atendiendo sus necesidades y cumpliendo con mis obligaciones paternales, las que puedan restarme, pues ya son mayores, no tienen derecho alguno a cuestionarme. Mi vida es ejemplar si la comparamos con las de cientos de miles de alcohólicos, sin ir más lejos. Pago mis impuestos, no le cuesto un euro al Estado, no perjudico a nadie salvo a mí mismo, en todo caso. Y encima mi adicción me hace menos infeliz. ¿Dónde está el problema?”.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #286

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