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La cárcel del Terror

e todas las barbaridades que suceden en México, lo que ocurrió en la cárcel de Piedras Negras entre el 2009 y el 2014 ocupa un lugar especial. No es la primera vez que un cártel se hace con el control de una prisión, pero la de Piedras Negras –a escasos seis kilómetros de la frontera con Estados Unidos– fue además el cuartel general del cártel de los Zetas durante un lustro.

De todas las barbaridades que suceden en México, lo que ocurrió en la cárcel de Piedras Negras entre el 2009 y el 2014 ocupa un lugar especial. No es la primera vez que un cártel se hace con el control de una prisión, pero la de Piedras Negras –a escasos seis kilómetros de la frontera con Estados Unidos– fue además el cuartel general del cártel de los Zetas durante un lustro. Los capos controlaban la vida en el interior: entraban y salían a su antojo, utilizaban el lugar como escondite, como bodega para cargar droga y como campo de exterminio. La DEA, al igual que las autoridades federales, estatales y municipales de México, sabía lo que ocurría pero no hacía nada. Y ha sido por la labor de familiares, activistas, periodistas y académicos por la que se han ido conociendo los escabrosos detalles. “El yugo Zeta”, una investigación coordinada por el Colegio de México publicada en noviembre pasado, estudia lo que sucedió tras esas rejas.

Los Zetas empezaron a controlar el penal de Piedras Negras desde el 2004, y para diciembre del 2009 nombraron un jefe de cárcel que se convirtió en el amo del lugar. Su misión era que todo estuviera “tranquilo”, según declaró a la Fiscalía del Estado, que en el 2014 empezó a investigar. El jefe, que estaba preso por secuestro, cobraba una cuota a los reos por habitar en las celdas o por hacer uso de las habitaciones para las visitas conyugales. A los internos que se veía que tenían pasta les cobraba una cuota de cincuenta euros nada más porque sí. Controlaba el economato y la venta de drogas en el interior de la prisión, iba armado y decidía cuándo funcionaban las seis torres de vigilancia del perímetro del lugar. También violó a decenas de hermanas, esposas y familiares de los reos.

Para lograr el control del penal, el jefe sometió al director del penal y al resto de los guardias a través de tablazos, un castigo que consiste en hacer al castigado caminar por un pasillo en el que otros presos le golpean con tablas de madera y bates de beisbol. Algunos custodios protestaron con el alcaide, pero este les respondió “que no había problema, que eran amigos” y que “a esos señores no se les molestaba”. Otro vigilante reclamó porque los Zetas habían amenazado a su familia, a lo que el director se encogió de brazos y le dijo que también habían ido con la suya. Entre las nuevas obligaciones de los guardias estaba el acompañar al jefe cuando quería salir de la cárcel: “Para cuidarlo y por si lo llegaban a parar las fuerzas federales, dirían que era un traslado”, relataron a los fiscales de Coahuila.

La cárcel también funcionó como campo de exterminio. Aquí se “cocinaban” los cadáveres de los ejecutados y se encargaban de hacerlos desaparecer.

De los setecientas cincuenta reos que vivían en Piedras Negras, un centenar trabajaban para el cártel en los distintos “talleres” disponibles. En el de hojalatería y pintura se preparaban coches con doble fondo en los que se ocultaban las drogas que luego cruzaban a Estados Unidos; en el de costura se confeccionaban trajes apócrifos de la Policía, el Ejército y la Marina, que luego utilizaban los Zetas; en el de soldadura se elaboraban estrellas con pinchos para reventar ruedas de coches, y en el de carpintería se hacían muebles y retablos de la Santa Muerte. Resulta increíble que esto pudiera suceder durante tanto tiempo. En esos cinco años, la cárcel fue objeto de revisiones por la Fiscalía del Estado de Coahuila y por la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Rara vez incursionaban más allá del parking y de la oficina del alcaide. Los esbirros del jefe de la cárcel estaban presentes en todas las llamadas telefónicas que hacían los reos, para asegurarse de que no denunciaran.

La zona de máxima seguridad era como la cárcel dentro de la cárcel de los Zetas. Allí acababan quienes no pagaban sus deudas de droga o cometían otras ofensas. Cohabitaban con personas que los Zetas habían secuestrado en Piedras Negras u otras ciudades del estado de Coahuila hasta que sus familiares pagaban el rescate. Era un lugar tan seguro que el Z40 y el Z42 (los hermanos que encabezaban el cártel en ese momento) solían hacer fiestas con música y prostitutas.

“Cocina”

La cárcel también funcionó como campo de exterminio. Aquí se “cocinaban” los cadáveres de los ejecutados y se encargaban de hacerlos desaparecer. A veces llegaban vivos y antes les daban un tiro o un martillazo en la nuca. En su declaración a la policía, el jefe de la cárcel relató que los Zetas les “capacitaron” para hacer desaparecer los cuerpos. Los metían en tambos de doscientos litros que después rociaban de diésel y les prendían fuego. “Cuando se cocinaban a las personas, estas se iban haciendo chiquitas y se les iba picando con un fierro hasta que no quedaba nada –relató con frialdad–. Luego se empinaba el tonel para vaciar los residuos en el suelo, que la verdad eran muy pocos”. Los restos se tiraban en un río cercano o en el campo de fútbol, y después se ponía tierra encima. Cuando se iban a poner a “cocinar” (frente a una de las torres de vigilancia), el resto de los reos tenían que meterse en sus celdas, aunque todos se daban cuenta de lo que pasaba por el hedor que flotaba en el aire.

El 15 de febrero de 2011, los Zetas asesinaron a un agente de la DEA y los gobiernos de México y Estados Unidos lanzaron una operación conjunta en la que detuvieron a centenares de personas. La presión contra el cártel de la última letra empezó a crecer y estuvieron a punto de capturar al Z40 y al Z42, pero escaparon y luego se escondieron en su cárcel. Ese año, los Zetas perdieron muchos hombres y, para “reponerlos”, reclutaron en las cárceles que controlaban ofreciendo libertad a cambio de trabajar para ellos. Así reclutaron a unos cuatrocientos reos en cinco penales. En Piedras Negras, en septiembre del 2012, una quinta parte de los reos (ciento veintinueve) se marcharon. La prensa dijo que escaparon por un túnel, aunque en las declaraciones de diversos presos a la Fiscalía reconocieron que salieron por la puerta principal, donde les esperaban dos autobuses.

“El yugo Zeta” es un documento rico en detalles sobre lo que sucedió en esos años en una cárcel. Deja algunas incógnitas, como lo que motivó realmente a la Fiscalía a emprender una investigación en el 2014 si sabía lo que estaba pasando desde mucho antes. Según su versión, les dejaron un testimonio escrito en la puerta de la sede. Quizás la presión de familiares de desaparecidos (treinta y dos mil desde el 2006), periodistas, académicos y ONG que se había ido montando hizo que continuar ignorando lo que sucedía en Piedras Negras ya no fuese posible. La investigación del Colegio de México es un documento espeluznante que solo deja una esperanza: a pesar del terror que infunden los Zetas, lo que pasó en Piedras Negras no quedó en el olvido.

Un gobernador
Fotografía de Humberto Moreira

Humberto Moreira no era un estudiante más del máster de Comunicación que cursaba en la Universidad Autónoma de Barcelona en el 2015. Había sido el gobernador de Coahuila entre el 2005 y el 2011, justo en los años en que los Zetas tomaron el control de Piedras Negras. Entre sus méritos destaca el que la revista Forbes lo incluyese en la lista de los diez mexicanos más corruptos y el que la Audiencia Nacional lo detuviese en enero del 2016 en el aeropuerto de Barajas. Estaba acusado de aprovechar su estancia en Barcelona para lavar dinero procedente del crimen organizado. La detención se basó en un testigo protegido en Estados Unidos que lo señala como un narco gobernador a sueldo de los Zetas.

Moreira, que vio cómo los Zetas asesinaron a su hijo en el 2012, pasó un mes preso en Soto del Real, hasta que el juez Pedraz lo liberó al considerar que no había suficientes pruebas. Regresó a México a toda prisa, donde las autoridades no le han encontrado ningún delito. En el 2012, los Zetas le asesinaron a un hijo, según la prensa en venganza porque durante una operación contra el narco mataron a un sobrino del Z40. El actual gobernador de Coahuila es su hermano, Rubén Moreira, quien facilitó a los investigadores acceso a los expedientes judiciales con los que se elaboró “El yugo Zeta”. Todo queda en familia.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #241

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