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Legalizar el cannabis es reforzar la prohibición

Parece que el prohibicionismo se debilita cada vez que un territorio legaliza el cannabis y, con los actuales aires reformistas, en poco tiempo recibirá la estocada final. No cabe duda de que toda legalización permite que miles de personas dejen de vivir bajo la espada de Damocles de la prohibición. Desplazar una única sustancia, como sería el caso del cannabis, de los márgenes sociales a la normalidad institucional no pone en jaque ni el régimen internacional de control de drogas (el RégimenRICD) ni las expresiones nacionales del prohibicionismo; todo lo contrario, forma parte del juego de la fiscalización.

Legalizar el cannabis en base a “criterios científicos” es una acción posible en el actual Régimen. Hacerlo le permitiría corregir una anomalía y continuar operando con menos controversias en su seno. Según su argot, posibilitaría redoblar esfuerzos para alcanzar los compromisos adquiridos por las partes firmantes de las convenciones de fiscalización. Sin el cannabis en el tablero de juego, los esfuerzos de los diferentes niveles del sistema de fiscalización se centrarán en las otras drogas, por tanto, los daños del prohibicionismo continuarán bien presentes, es más, podrían acentuar la criminalización y la estigmatización de las personas usuarias de drogas que aún permanecerán bajo el radar de la prohibición. A continuación, deslindamos cómo la reforma de las políticas del cannabis podría convirtiese en un balón de aire fresco para la lógica prohibicionista.

El cannabis y el Régimen

No cofundamos. Legalizar el cannabis porque es menos peligroso de lo pensado inicialmente no debilita el entramado prohibicionista. Puede parecer muy lógico y sensato pensar que, si se legaliza una sustancia como el cannabis, tanto el Régimen internacional como las prohibiciones nacionales se verán severamente debilitadas y nos situaremos en la antesala de su desaparición. Esta idea ha sido sostenida por diferentes voces. Por ejemplo, Amanda Feilding, en el prefacio del libro Políticas sobre el cannabis (edición al castellano de Fondo de Cultura Económica, 2013), afirma: “Si el cannabis se eliminara de las competencias del sistema [internacional de control de drogas], el número de consumidores de drogas ilegales en todo el mundo sumaría alrededor de cuarenta millones de personas, un número muy escaso para justificar los grandes costos –en dinero, sufrimiento humano y corrupción política– de los esfuerzos actuales para imponer los ideales que hay detrás de una guerra que no puede ganarse”. Como si en algún momento el Régimen hubiese justificado gasto alguno ante la comunidad nacional e internacional para perseverar con el modelo prohibicionista. Ni evaluaciones coste-beneficio, ni de impacto, ni de resultados, ni nada por el estilo. Solo proclamas a redoblar esfuerzos. No veo por qué, a pesar de la legalización del cannabis, el Régimen no pueda seguir por los mismos derroteros. Piensen que las sustancias que han justificado históricamente el Régimen (los derivados de la hoja de coca y del opio) continuarían sometidas a fiscalización.

Nada me hace pensar que, en un momento histórico en que Norteamérica sufre una “crisis de opioides” cuyas consecuencias tendrán resortes durante décadas, los garantes del prohibicionismo quieran abandonarlo porque el cannabis ya no es de su competencia suya. No creo que una cuestión meramente cuantitativa, ya sea en términos humanos o económicos, ponga en riesgo el Régimen y menos que lo haga colapsar. La legalización del cannabis podría cuestionar el Régimen si esta se alcanza gracias a argumentos que superan la dimensión de peligrosidad y toman en consideración los daños sociales, ambientales, políticos y económicos provocados por la prohibición; es decir, si se asume que el modelo prohibicionista estimula el mercado ilegal, provoca violencia, fortalece las redes criminales, contamina el medioambiente, desforesta zonas de gran valor ecológico, cataliza la corrupción política y policial, degrada la salud pública, estimula el lavado de capitales, vulnera los derechos humanos, especialmente los de las poblaciones más vulnerables, etc. Estos son los argumentos clásicos de las voces antiprohibicionistas para exigir unas políticas de drogas justas y sensatas. Pero hasta la fecha, aunque en cierta medida los han tenido en cuenta, todos los estados que han reformado las políticas del cannabis, a excepción de Uruguay, han esgrimido en primer término criterios de peligrosidad para justificar el nuevo estatus jurídico.

La peligrosidad como argumento reformista

El Régimen está cimentado implícitamente sobre unos criterios morales, aunque formalmente se justificó porque determinadas drogas representan un peligro para la salud “física y moral” de la humanidad. La Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 clasifica las sustancias en cuatro listas, según elsu valor terapéutico y la su capacidad adictiva de cada una de ellas. El Comité de Expertos en Farmacodependencia de la OMS, a tenor de la evidencia científica disponible, fue lael responsable de la clasificación (vigente hasta la actualidad).  El cannabis fue incluido en la lista I (sustancias con alto riesgo de abuso) y en la IV (drogas sin valor terapéutico), porque así lo consideró el Comité que tomó como “evidencia” un informe escrito por un médico afín a las ideas de Anslinger que, por cierto, nadie nunca ha visto.

Recurrir a la escasa peligrosidad del cannabis es hacerle el juego al prohibicionismo, es más, es acreditar y darlo por válido

La Convención de 1961 estableció las normas de funcionamiento y las bases “filosóficas” del Régimen, de las cuales quiero destacar dos aspectos. El primero, la fiscalización se justifica porque los estupefacientes son inherentemente peligrosos. El segundo, el Comité de Expertos evaluará la nueva evidencia científica para, en el caso que sea pertinente, proponer una nueva clasificación. Esto nos demuestra que los convenios de fiscalización son flexibles y las listas de la clasificación admiten enmienda. El Régimen es receptivo a estudiar cualquier propuesta de revisión siempre que se plantee según sus criterios. Al menos formalmente, porque en sesenta años solo ha sido flexible para fiscalizar más y más sustancias. El Régimen, por diferentes motivos, es conversador [LM1] y reacio a cualquier apertura. Esto explica por qué no existe ningún precedente (relevante) de reclasificación. Aunque, hace poco más de dos años, el Comité de Expertos recibió el encargo de evaluar la nueva evidencia científica sobre el cannabis. Esta evaluación, por fin, atendía a las demandas de la sociedad civil que reivindicaba otro estatus legal para esta sustancia. En enero conocimos que el Comité proponía la reclasificación del cannabis. Todo un hito histórico.Veremos si se hace efectiva, porque en marzo la Comisión de Estupefacientes aplazó la votación que debía aprobarlapermit la reclasificación. Reconocer que la clasificación original es errónea representa un brete poco agradable para los adalides del Régimen, pero un trámite necesario para garantizar su supervivencia.

Desde las posiciones humanistas poco importa el grado de peligrosidad, porque las personas, más allá de la capacidad adictiva o el valor terapéutico, deben aprender a relacionarse con las sustancias. Aunque sea indirecta e involuntariamente, cada vez que recurrimos a afirmaciones como “según un estudio el cannabis es menos peligroso…” o “se ha demostrado que el cannabis tiene propiedades terapéuticas para paliar…”, para pedir la legalización del cannabis, asumimos el relato y la cosmovisión del prohibicionismo. La naturaleza de estos argumentos, fundamentados en la peligrosidad de la sustancia, fueron los utilizados para justificar la fiscalización. Recurrir a la escasa peligrosidad del cannabis es hacerle el juego al prohibicionismo, es más, es acreditar y darlo por válido. Si queremos superar el paradigma prohibicionista debemos exigir que los daños de la prohibición sean tomados en consideración a la hora de discutir e implementar las nuevas políticas de drogas. Incorporarlos evidenciaría que el modelo prohibicionista es ineficaz para abordar el fenómeno. Entonces el Régimen, en los términos en que lo conocemos en la actualidad, tocaría a su fin.

Ilustración: Prohibición cannabis

La prohibición derivada de la legalización

La reclasificación del cannabis debido a la nueva evidencia científica no impugnará el sistema de fiscalización ni supondrá cambios de cierto calado en su funcionamiento. Todo lo contrario, el Régimen empleará la reclasificación para acreditar su flexibilidad y para evidenciar que la fiscalización obedece estrictamente a criterios científicos. Entonces saldrá reforzado porque podrá decirle a la comunidad internacional, especialmente a los descontentos: “el Régimen permite legalizar cualquiera droga siempre que disponga de la evidencia científica suficiente para demostrar que ni es tan peligrosa ni tan adictiva como creíamos”. Un argumentario falaz pero que en el cannabis habrá funcionado. Seguir este proceso para las otras sustancias será el suplicio de Sísifo: mientras subimos la piedra para legalizarlas, los estragos del la lógica prohibicionistamo, nos la tirará montaña abajo una y otra vez.

Creo que al Régimen le interesa sacudirse de encima el cannabis. En los últimos tiempos, su fiscalización ha sido el flanco más vulnerable por donde el Régimen ha recibido losmá ataques más contundentes. Por eso, en la actualidad, le supone una debilidad tenerlo fiscalizado, porque le propicia demasiadas quejas planteadas en los términos admitidos. En consecuencia, legalizarlo permitirá al Régimen soltar lastre. Sin el flanco débil del cannabis, estará más reforzado porque continuará su cometido sin recibir tantas críticas y justificará su labor gracias a los centenares de sustancias que continuarán prohibidas. Sacrificará el peón del cannabis, pero los derivados del opio como rey y los de la coca como reina (blanca) permanecerán seguros en el tablero de la fiscalización.

Aunque la legalización del cannabis permitirá que millones de personas se libren del yugo prohibicionista, otros tantos millones continuarán criminalizados y estigmatizados porque ni impugnará la cara más truculenta del prohibicionismo ni cambiará la percepción social desobre las otras drogas. Si el Régimen se mantiene estable, los daños inherentes a la prohibición continuarán bien presentes y se concentrarán en el resto de los consumidores, es decir, todos los esfuerzos fiscalizadores recaerán sobre una minoría. Mientras el Régimen internacional y sus adaptaciones nacionales no sean derogadas, solo nos quedará la acción colectiva y el trabajo comunitario para modificar las representaciones sociales que asocian drogas con problemas, y al menos, mitigar la estigmatización y la farmacofobia que tanto se ceba con las personas que emplean drogas.

Ilustración

Martín Elfman

                           

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #258

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