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Juicios finales

Joan Fuster

Joan Fuster cultivó magistralmente el arte de tallar el lenguaje. “Residuos aforísticos” denomina Fuster al conjunto de apuntes, notas y meditaciones con los que construyó una moral empeñada en hacer de la vida una experiencia decente.

Hijo de un tallista apellidado precisamente Fuster, es decir, “carpintero”, Joan Fuster (1922-1992), nacido hace un siglo en la localidad valenciana de Sueca, cultivó magistralmente el arte de tallar el lenguaje. Formado en los círculos próximos al exilio republicano, afirmaba en 1956: “Nos sentimos nacionalistas, porque los otros no nos permiten dejar de serlo”. El periodo de transición a la democracia reclamó su protagonismo como autoridad moral, circunstancia que desembocó en furiosas campañas antifusterianas. La amarga misantropía del último Fuster ha sido interpretada como una versión particular del Desencanto. Antólogo de Ausiàs March y traductor de Albert Camus, el podio de sus complicidades –“Cómplice es aquel que te ayuda a ser como eres”, consigna su Diccionario para ociosos (1964)– podría completarse con la de su admirado Josep Pla. Ambos compartían la afición por la “piedra picada” del aforismo. “Residuos aforísticos” denomina Fuster al conjunto de apuntes, notas y meditaciones con los que construyó una moral empeñada en hacer de la vida una experiencia decente: “No debería importar la fortuna ulterior de nuestro arte. Basta que nos ayude a vivir y a morir, que nos dé noticia clara de nosotros mismos” (1954). Las trece primeras iluminaciones proceden de Juicios finales (1960); las doce siguientes, de Proposiciones deshonestas (1968).

Imaginemos a un estoico sonriente: sería el hombre perfecto.

Tú no has elegido vivir, y sin embargo eres responsable de tu vida. Esta es la paradoja fundamental que las éticas, si nos atrevemos a admitirlo, no acaban de resolver.

Piensa –sobre ti mismo, sobre el mundo, sobre cualquier cosa–, y te sentirás distinto a los demás: la reflexión aísla.

La heterodoxia es siempre soledad. O viceversa: la soledad es siempre heterodoxia.

No esperes ni temas, y serás perfecto.

Solo con la muerte te liberarás de ti mismo. Resígnate, pues, a no ser nunca libre.

Lo peor del plagio no es que sea un robo, sino que es una redundancia.

Los adjetivos son siempre subjetivos.

Solo hay una manera seria de leer, que es releer.

Poe –lo decía él mismo– era artificial por naturaleza. La mayoría de nosotros, ¡pobres!, intentamos ser, o parecer, naturales a fuerza de artificio.

Las pocas lecturas apartan de la vida; las muchas, nos acercan.

Ser perseguido es ya una victoria.

Hay un peligro: el de acabar pareciéndose demasiado a uno mismo.

La vida, ¡ay!, es tan fragmentaria.

Y la castidad, ¿qué? ¿No es una forma de avaricia?

La mayoría de edad solo se consigue cuando el hijo empieza a sentir compasión del padre. Digan lo que digan las leyes.

Y morir debe de ser dejar de escribir.

Mi adversario es mi colaborador. A su pesar, naturalmente.

Todo lo que ahora pienso y escribo lo ha pensado y escrito mucha, muchísima gente antes que yo. Si no fuese así, no tendría mérito.

Es triste no haber contado con un crítico implacable cuando más lo necesitábamos.

¿Sócrates? ¿Mayakovski? ¿Pavese? Los suicidios que me ponen la carne de gallina son los de analfabetos.

Pedagogía: Saber es saber repetir.

Corregir y aumentar: eso es la cultura.

Necesitas un rival para afirmarte. ¡No lo destruyas! ¡Presérvalo, subvenciónalo, si es preciso!

Tal como están las cosas, ser catalán, hoy en día, no pasa de ser una simple hipótesis.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #297

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